Lo que fue presente de Héctor Abad Faciolince



Leo Lo que fue presente, los diarios del colombiano Héctor Abad Faciolince. No es usual que los escritores hispanoamericanos lleven un diario y menos que lo publiquen en vida. Hay que decir que hace falta valor, sobre todo tratándose de uno tan íntimo como este. Abad Faciolince es autor de varias novelas que no he leído (y que, por las descripciones, no creo leer) y de una memoria que es, al parecer, su mejor obra, El olvido que seremos, sobre su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista asesinado por los paramilitares en 1987, hecho evidentemente decisivo en la vida del hijo. Tenía la impresión –algo injusta, pero que la lectura no desmiente del todo– de que era un autor típicamente alfaguaresco: exitoso, comercial, fácil, más bien light (el sello editorial, que mezcla autores consagrados con basura que intenta hacer pasar por literatura seria, se ha ganado la desconfianza a pulso). Lo que fue presente tal vez no pase a la historia de los grandes diarios –nada qué ver, digamos, con Los diarios de Emilio Renzi de Piglia, publicados también hace poco–, pero es un diario interesante, chismoso, bien escrito, que muestra realmente la intimidad de un hombre y que acaso sea mejor que esas novelas que no leeré.

A propósito de un libro del venezolano Antonio López Ortega, Abad anota hacia el final del diario: “toda lectura es un pretexto, uno en el libro se lee a sí mismo, se refleja”. Si eso es cierto de todos los libros, lo es aún más en el caso de los diarios. Es imposible leer un diario y no confrontar la experiencia leída con la propia: leernos a contraluz. Esto es lo que ocurre con Lo que fue presente, que abarca de 1985 al 2006, o sea, entre los veintisiete y los cuarenta y siete años del autor. No es un mérito literario menor, por cierto, llevar un diario durante veinte años (y doy por hecho que Abad nos ahorró prudentemente los diarios de adolescencia y primera juventud, pero que seguramente existen).

Por un lado, Lo que fue presente da cuenta parcial de cómo el autor se hizo escritor, pese a no pocos obstáculos (la violencia, el exilio, la vida familiar, las penurias económicas, etc.); más frívolamente, cómo se hizo un escritor reconocido y exitoso. Incomoda un poco, a ratos, esa ambición. En alguna ocasión, una amante furibunda le espeta a Abad (y hay que reconocerle la valentía de contarlo) que lo que él realmente busca es la fama y el éxito; tal vez no andaba tan desencaminada. Por otro lado, narra la vida amorosa y familiar del escritor y este es, creo, el mejor aspecto del diario porque se lee como una novela tragicómica de amores y desamores que da una idea clara de los dilemas eróticos del hombre latinoamericano de finales del siglo XX o, más precisamente, del hombre latinoamericano de clase media aspirante a escritor de finales del siglo XX. Esta nota se centra en ese aspecto.

Al principio encontramos a Abad prácticamente casado (a los veintisiete, la cosa no pinta bien) y con una hija pequeña. Literalmente en la segunda y tercera páginas del diario sale a relucir ya el que será uno de sus grandes motivos: la tentación, la infidelidad, el engaño. A los cinco años, y con otro hijo en camino, Abad escribe esta demoledora estampa de la vida doméstica:

 

Al entrar a la casa se me salieron las lágrimas. Como si toda mi vida real, la vida que llevo, fuera un completo error. Daniela e Irene (la cárcel del amor conyugal), la incipiente barriguita de Irene, los tapetes persas de la abuela Tecla, la trucha cultivada, el puré de papas en polvo, la obsesiva persecución del noticiero, los albañiles que trabajan en el piso de arriba y martillan sobre mi conciencia.

 

Comienza entonces un círculo vicioso en el que el hartazgo, el ansia de fuga y una que otra infidelidad alternan con los remordimientos y la culpa. El diarista se denigra a sí mismo, pero no es difícil ver en esa denigración una suerte de autoexpiación complaciente no exenta de melodrama: “no me siento mal, me siento peor, me siento un monstruo que no es capaz de no serlo… Vivir con un tipo como yo es la peor tortura. Vivir con verdugo. Con tu verdugo”. Al final de ese mismo año, apunta: “Hoy me voy para Colombia. Enamorado de Irene otra vez. Totalmente enamorado de mis hijos. Esposo y padre sereno, otra vez”. Pero la serenidad no dura mucho… (antes de ponerse demasiado irónico, debo decir que da la impresión de que Abad ha sido un excelente padre, uno de esos progenitores amorosos, cálidos, hasta bonachones).

Tras algunos affaires irrelevantes, Abad conoce al segundo (¿o sería tercero?) amor de su vida. Comienza entonces una relación gratificante y tormentosa que, previsiblemente, se convertirá en una segunda cárcel. Antes de eso, otra vez la culpa: “El virus terrible de estar enamorado de otra. Un monógamo se ha enamorado de otra, y no es capaz de no sentir ese amor, no es capaz de no renunciar a la monogamia que había decidido, así sepa que al hacerlo le rompe, más que el corazón, la vida a otra persona. Me convenzo de lo peor que puede sentir una persona ética: me convenzo de que soy un asesino y que no bastará treinta años de cárcel para sanar mi culpa”. Sobra decir que el protagonista de Lo que fue presente no es un frívolo casanova que seduce una mujer tras otra: él se enamora sinceramente y se apasiona (y la respuesta a cuál de los dos puede hacer más daño es menos obvia de lo que parece).

Uno de los grandes dilemas de Abad que recorre el diario es: ¿cómo dedicarse a escribir en medio de las responsabilidades de la vida familiar, con esposa e hijos, pañales, tareas y juguetes regados en el piso? Tras haberse sacudido, no sin dolor propio y ajeno, los obstáculos de la escritura, reflexiona:

 

Mi mayor suerte como escritor son mis largas horas de ocio despreocupado. Es ahí donde puedo ver algo distinto. Lo otro, la vida real, es mero ajetreo. Para empezar a escribir me bastan pocos estímulos: soledad, silencio, no música, cero interrupciones, nada de distracciones: ni TV, ni periódicos, ni amigos, ni hijos, ni esposa… La escritura exige una especie de monogamia absoluta: conmigo y nadie más. Por eso Irene me ha acusado siempre de que me interesa más la escritura que mis hijos. No, me interesan más mis hijos; pero con mis hijos no puedo escribir.

 

Hacia el final, y con el protagonista en una nueva etapa erótica (ya sin compromisos y de un libertinaje inocente), se va abriendo paso una sabiduría desencantada para la que acaso no era necesario pasar y hacer pasar tantas miserias. Tres muestras, a manera de conclusión:

 

Es la tragedia de la humanidad domesticada: el cansancio de hacer siempre el amor con la misma persona, la tragedia de que lo familiar se nos vaya volviendo asexual.

 

Los matrimonios, como las cajas de las medicinas, deberían venir con una fecha de caducidad: “No consumar después del 15.01.2009”.

 

El matrimonio está sometido a la tragedia biológica de la costumbre. Detrás del agobio de la convivencia está esa nube negra. Cuando veo a las parejas pelear de cierta forma, siempre pienso lo mismo: han perdido la atracción entre ellos; uno de los dos, o los dos, ya no tienen ganas de hacer el amor, y tampoco se ha resignado a que no lo harán más.

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